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Discurso del Profesor Salustiano del Campo Urbano "Sobre la Tercera Cultura"

Con motivo de se investidura en Doctor Honoris Causa en Sociología por la UNED

Siento una inmensa gratitud por el honor que me ha hecho la Junta de Gobierno de la UNED, y en su nombre la Magfca. y Excma. Sra. Rectora Profesora Araceli Maciá, al concederme a propuesta de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología el Grado de Doctor Honoris Causa. Que los colegas de la UNED lo acordaran unánimemente es una de las mayores satisfacciones que he recibido en mi vida de profesor e investigador y no la olvidaré nunca. Lo mismo que siempre recordaré la entrañable laudatio que acaba de leer el Profesor José Félix Tezanos, cuya exposición refleja su gran generosidad y una noble exageración de los que pueden ser mis méritos verdaderos.


La que se me otorga es una distinción con escasos antecedentes todavía, dado que la institucionalización universitaria de la Sociología científica es reciente en España. El año pasado conmemoramos el cincuentenario de la creación de la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la entonces Universidad de Madrid, de la que procede la nuestra tras una doble escisión; primero de la Sección de Ciencias Económicas, que se dividió inicialmente en una de Ciencias Económicas y otra de Ciencias Comerciales, y más tarde, justo en 1968 cuando se cumplía el vigésimo quinto aniversario de la fundación, la erección de cada una de las Secciones originarias en una Facultad distinta con los nombres respectivos de Ciencias Políticas y Sociología y Ciencias Económicas y Empresariales.

Las causas de este proceso no pueden ser pormenorizadas aquí, y a los efectos que ahora nos importan, bastará decir que de este modo nació en España la primera carrera de Sociología, hoy multiplicada y consolidada por todo el territorio nacional. Aún vivimos, aunque ya hemos sido jubilados reglamentariamente, los primeros catedráticos que sucedimos al inolvidable profesor Enrique Gómez Arboleya, que ganó la entonces única Cátedra de Madrid y la ejerció desde 1954 hasta 1959.

I

Nos toca, pues, dar nuestra propia razón y testimonio intelectual de este largo recorrido de más de sesenta años y, para cumplir en la medida de mis posibilidades con la que considero una obligación personal, hablaré en este solemne y para mí emotivo acto sobre las coordenadas intelectuales de nuestra Sociología científica, tomando pie para hacerlo en una de las conferencias más famosas del pasado siglo XX, la pronunciada el 7 de mayo de 1959 en la Universidad de Cambridge por Sir Charles Percy Snow, físico y novelista, titulada «Las dos culturas y la revolución científica» . Precisamente uno de sus más conspicuos glosadores ha observado con agudeza que, en cuanto género literario, una conferencia es siempre un acto social y una oportunidad. Mantiene un tono pedagógico y de modestia que, cuando la ocasión lo demanda, sirve muy bien para exponer asuntos de verdadera trascendencia, sean o no científicos, y también a veces para facilitar cambios de enfoque y propiciar giros que abren nuevas puertas al pensar y al obrar, como sucede en este caso .

Esta conferencia Rede, así llamada por el mecenas correspondiente, contiene cuatro epígrafes: «Las dos culturas»; «Los intelectuales como luditas naturales»; «La revolución científica» y «Los ricos y los pobres». A los efectos que me interesan hoy, el primero y el tercero son los más reveladores, porque tienen que ver en buena parte con su biografía, ya que dedicó sus esfuerzos simultáneamente tanto a la física como a la literatura y mantuvo relaciones, unas veces amistosas y otras menos, con científicos y hombres de letras. El percibió muy claramente que unos y otros formaban entonces en Gran Bretaña dos grupos «comparables en inteligencia, idénticos racial mente, no muy diferentes en cuanto a origen social e ingresos, que casi habían dejado de cornunicarse-"  siendo lo más grave, a su juicio que no era este un simple síntoma local, sino que afectaba a Occidente entero. Por otro lado, lo más significativo era que en sus personas coincidían diversas condiciones individuales y sociales y, para él, esta distinción era crucial, pues mientras los científicos se sienten optimistas respecto a las posibilidades de mejorar o al menos remediar en sus contemporáneos algunos de sus graves estados sociales -la muerte prematura, el hambre- los literatos profundizan en la radical e impresionante soledad del ser humano.


Sin embargo, al intentar utilizar la dicotomía literatos-científicos para delinear los contornos de dos culturas, la literaria y la científica, se encontró con las objeciones de quienes mantenían que no hay más que una, la tradicional o literaria, que engloba a la científica e ignora el orden natural, y las de quienes opinan que hay tres, es decir, otra más que agrupa a las ciencias sociales y que es ahora más necesaria que nunca por constituir un terreno intermedio para el encuentro y el diálogo de las dos culturas enfrentadas. De hecho, él reconoce que si bien culturas en sentido antropológico existen muchas, varios miles seguramente, son las dos mencionadas las que valen para plantear sus argumentos, que pasan siempre por la educación, esto es, por la preparación que requiere cada una de las culturas que describe. Piensa que el futuro pertenece a la educación científica, pero que la que aún rige el mundo es la tradicional o literaria y que el foso que las separa se ha agrandado con el transcurso del tiempo, a pesar de lo que ha avanzado la científica desde Galileo.

En su opinión, el dominio de la cultura tradicional no ha remitido en Occidente, a pesar de haber culminado la Revolución Industrial, que considera, junto con la agrícola, el mayor cambio social experimentado por la especie humana. No fueron los sabios humanistas, dice, los que hicieron la Revolución Industrial y casi ninguno de ellos entendió verdaderamente lo que había pasado o estaba pasando, «salvo quizá Ibsen en su vejez»:4. La hicieron principalmente los científicos y de ella se beneficiaron los pobres, que consiguieron más años de vida y salud, mejor alimentación y una buena educación. De aquí el deseo que sienten hoy todavía los menos favorecidos de las regiones más atrasadas de la tierra de que les llegue pronto la revolución industrial.


Durante el proceso de transformación de las sociedades tradicionales en industriales se produce un nuevo cambio histórico, igualmente de enorme magnitud: la aplicación de la ciencia a la industria o, lo que es lo mismo, la revolución científica. Ya los griegos supieron reconocer que la ciencia posee una vertiente teórica y otra práctica, pero se concentraron sobre todo en la primera, dejando para los árabes medievales la aplicación práctica, que es la que se retama y extiende en el siglo XIX y especialmente en el XX. Así es como se origina una división interna entre científicos puros y científicos aplicados o ingenieros, y estos últimos perciben con claridad algo muy significativo: que la producción se fundamenta en una sólida organización social que hay que conocer y frecuentemente planificar. Con gran ironía Snow observa en este punto que «si nuestros antepasados hubieran dedicado su talento a la revolución industrial en lugar de a constituir el Imperio de la India, hoy tendríamos una base mejor, pero desgraciadamente no lo hicieron» .

El corolario de estas afirmaciones, que no son mi principal objetivo aquí, es que los países ricos se han venido haciendo cada vez más ricos y el foso que los separa de los pobres se ensancha, salvo cuando estos últimos obtienen masivamente la tecnología capaz de cambiarlos para bien en el seno de una «sociedad racional». Como para él la tecnología es «aquella rama de la experiencia humana que la gente puede aprender con resultados previsibles” < C.P. SNOW: The two cultures and the scientific revolution, op. cit. p. 41. 6 Idem, p. 47> , si la asimilan y la usan no necesitan de ninguna utopía redentora para lograr su prosperidad, como lo demuestran por cierto la China y la India de nuestros días.

Pero hay algo más: en la segunda mitad del siglo XX la ciencia se ha convertido en tecnociencia y su imparable capacidad para cambiar el mundo pone de manifiesto el decisivo lugar que ocupan para el ejercicio de la ciudadanía el conocimiento y el desarrollo tecnológico-científico, porque viviendo de espaldas a la ciencia se renuncia «a llevar el timón de la propia vida»

Los indicadores de desarrollo científico y tecnológico cuentan tanto ahora como los económicos para jerarquizar a las sociedades según su grado de prosperidad y desarrollo. Si es cierto que es préciso rellenar el foso entre las dos culturas, no lo es menos que esto solamente puede hacerse mediante la educación, la necesaria reforma de nuestra educación, que paradójicamente, aunque más en unos países que en otros, es aprovechada a veces por la cultura tradicional, bajo la denominación de Humanidades, para reforzarse y, lo que es peor, para guarecerse tras las aspiraciones de la Ciencias Sociales. Para incorporar una sociedad a la categoría de tecnológicamente avanzada, o para acentuar su evolución en este sentido, se tienen que asumir valores promovidos por la ciencia moderna, como la precisión, el rigor, la generalidad, la adecuación empírica y otros, así como también los de la tecnología, como la utilidad, la eficiencia, la eficacia, la fiabilidad, etc.

A pesar de sus visibles ventajas y logros, sin embargo, es lícito afirmar que sigue existiendo en nuestras sociedades una crisis de confianza en la ciencia, como reveló el informe sobre Ciencia y sociedad del Select Committee on Science and Technology of the House of Lords en marzo de 2000. Se duda de muchos o algunos de los valores mencionados porque existen reticencias entre el público sobre las autoridades científicas y porque la información que llega a la ciudadanía está determinada por la creación de una realidad deformada por los medios de comunicación, contra la que es necesario luchar y de la que lamentablemente no me puedo ocupar aquí.


II


Algo más de cuatro años después de haber pronunciado su famosa conferencia, Snow volvió a plantearse uno de los puntos que no consideró bien resuelto en ella: la carencia de una cultura común en nuestro tiempo, porque en puridad nuestras dos culturas actuales solamente merecen el nombre de subculturas. Ni la cultura científica ni la cultura tradicional o literaria son ya suficientes para solucionar el mayor problema de nuestro planeta, que es lisa y llanamente el de la eliminación total de la pobreza material y de la miseria moral. Esta es la auténtica lucha de nuestra época y no la pretendida entre civilizaciones o sistemas mundiales.

En los países occidentales el puente lógico y natural entre las dos culturas lo constituyen las Ciencias Sociales. Ellas se preocupan por cómo viven o han vivido los seres humanos, no en términos de relatos legendarios sino de hechos comprobados. En definitiva, como afirma Edward Shilss , «el análisis sociológico es la continuación en lenguaje contemporáneo de los grandes esfuerzos de la mente humana para emitir juicio sobre las vicisitudes del hombre sobre la tierra», es decir, prosigue el inacabado debate sobre la condición social humana haciendo uso de las herramientas que le proporciona la ciencia actual.
Convencido de esto, Snow confiesa: "Debería haberme dado cuenta antes y no tengo excusas para no haberlo hecho. He estado en estrecho contacto intelectual con los historiadores sociales durante la mayor parte de mi vida y me han influido mucho, de tal modo que sus investigaciones me han servido para avalar muchas de mis observaciones. No obstante, fui muy lento en la observación del desarrollo de algo que, para decirlo en los términos que vengo usando, se está convirtiendo en una tercera cultura. Podría haberlo visto antes si no hubiera sido víctima de mi educación británica, que me ha condicionado para sospechar de todo lo que no sean las disciplinas intelectuales establecidas y me hace sentirme en casa con las materias científicas "duras»<C.P. SNOW: «The two cultures: a second look», op. cit., p. 70>. Y concluye, recuérdese que en 1963: "Probablemente es demasiado pronto para hablar de una tercera cultura ya existente, pero estoy convencido de que está llegando. Cuando esté aquí, algunas de las dificultades de comunicación se ablandarán por fin, ya que para cumplir su objetivo esta cultura tiene que dialogar con la cientifica» 

Hace falta, pues, una tercera cultura que coincida simultáneamente con la tradicional en su objeto de estudio y con la científica en su metodología, y que no se limite a profundizar literariamente en la condición individual de los seres humanos, sino que obtenga conclusiones verificables científicamente sobre los hechos de su condición social. El gran cambio experimentado en los dos siglos y medio últimos por las sociedades hoy industriales y postindustriales ha hecho necesaria una nueva ciencia, algo que ya anticipó Augusto Comte en 1822 en su "Plan de los trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad» con las siguientes palabras: "Actualmente contamos con una Física celestial, con otra terrestre, mecánica o química, una física vegetal y una física animal; todavía queremos una más: la Física social, para completar el sistema de nuestro conocimiento de la naturaleza. Por Física social entiendo yo la ciencia que tiene por objeto el estudio de los fenómenos sociales considerados con el mismo espíritu que los fenómenos astronómicos, físicos, químicos o fisiológicos, esto es, sujetos a leyes naturales invariables, cuyo descubrimiento constituye el objeto especial de esta investigación».

Comte no veía ninguna justificación para que el campo de los hechos sociales estuviera excluido de la ciencia natural y daba por sentado que a esta realidad le es aplicable el mismo método, «ya que sería contradictorio suponer que el espíritu humano, tan dispuesto a la unidad del método va a conservar para una sola clase de fenómenos su manera primitiva de filosofar». Lo que él no pudo entonces prever es que en la evolución experimentada por las ciencias físicas los métodos se flexibilizarían. Sin ir más lejos, el radical determinismo de las ciencias del siglo XIX se ha transformado en el probabilismo de muchas de sus conclusiones, ajustándose al principio de indeterminación de Heisenberg, formulado en 1927, que si no estoy equivocado es el descubrimiento singular más revolucionario de la Nueva Física. En ella la matemática no describe ya la naturaleza; «es simplemente una teoría de las operaciones; no una teoría de entes maternáticos»!"14 Idem, p. 282.>. Lo que la matemática expresa ahora son relaciones -estructuras puramente matemáticas- y las leyes físicas son leyes estocásticas, con lo cual la idea clásica de causalidad como determinismo legal hace crisis, aunque ello no suponga la desaparición del mundo de la ciencia de la idea de causalidad. Como afirmó acertadamente Zubiri, ya «causalidad no es sinónimo de determinismo, sino que el determinismo es un tipo de causalidad» .

El propio Snow, en la revisión de su conferencia manifestó que, para su propia argumentación, la biología molecular hubiera sido un modelo de ciencia más adecuado que la Física, porque señala mejor y con más actualidad las distancias y las proximidades con la tercera cultura. Aunque dentro de la evolución experimentada por las propias ciencias sociales éstas se han hecho menos positivas y se han acercado más a los modos de análisis cultural más hermenéuticos o históricos, sigue siendo válido que «los ideales profesionales y las formas de publicación de muchas de las ciencias sociales tienen por lo menos tanto en común con sus vecinos de las ciencias naturales como de las humanidades. Además, ahora existen muchos universitarios que trabajan en varias disciplinas sociales, aplicadas, profesionales y vocacionales que no pueden ser clasificadas como «humanidades» o «ciencia» y para ellas la noción de «las dos culturas» es, en el mejor de los casos, un anacronismo irrelevante””

La conferencia de Snow ha sido traducida a varios idiomas, ha tenido varias ediciones y más de treinta y cinco reimpresiones en inglés, y sobre ella, o con motivo de ella, se han escrito varios libros y multitud de artículos, lo cual revela que el enfrentamiento que él critica de las dos culturas, la tradicional o literaria y la científica, conmocionó el mundo intelectual, aunque no careciera de antecedentes importantes como el debate decimonónico entre Matthew y T.H. Huxley <.Además de ellos, he encontrado algo que puede considerarse como un precedente en Alberto JIMÉNEZ: Ocaso y restauración. Ensayo sobre la Universidad esoeñote moderna. El Colegio de México, México, 1948, pp. 269-272>. Al principio se le colmó de elogios y se admitió de buen grado la existencia de la división que él señaló, pero pronto surgió una durísima polémica desde las filas de los literatos. F.R. Leavis, un profesor asociado de Literatura de Cambridge, a punto de jubilarse, le respondió en una conferencia Richmond, juzgándole «tan poco distinguido intelectualmente como es posible ser» y afirmando que «su conferencia exhibe una carencia total de distinción intelectual y una embarazosa vulgaridad de estilo» y otras lindezas parecidas. Para minar su autoridad como físico y como novelista, comenzó descalificándole literariamente: «Snow se cree que es un novelista, pero como novelista no existe ... No se puede decir que sepa lo que es una novela». Después hizo otro tanto con su autoridad de científico: «Su conferencia no muestra trazas de que tuviera una verdadera preparación científica y en vez de rigor lo que hace es una exhibición de sabiduría superficial» . En conjunto, formuló una crítica tan salvaje que muchas cartas al editor de Spectator la atribuyeron a una animosidad previa entre ellos, lo cual no es demostrable. Sí lo es, por el contrario, que Leavis reivindicaba para la crítica literaria y la literatura el papel intelectual al que aspiraba la Sociología.

En el cruce de escritos intervino el famoso crítico cultural y literario norteamericano Lionel Trilling, que, tras rechazar el «inadmisible tono» empleado por Leavis, le dio la razón en el fondo, considerando que Snow había patinado al exagerar la trascendencia social de los puntos de vista de unos pocos escritores modernistas, sobre todo cuando afirmó que «es la cultura tradicional, muy poco reducida por la emergencia de la científica, la que rige el mundo occidental». También objetó que Snow atribuyera a los hombres de letras del siglo XIX ignorancia o animosidad contra la Revolución Industrial, asegurando que la verdad del caso es otra.

A mediados de los años ochenta vio la luz en Alemania el que, a mi parecer, sigue siendo el libro más importante y mejor documentado sobre este asunto-" . Titulado Las tres culturas analiza la emergencia de la tercera cultura a través de las vicisitudes y características de la vida intelectual de Francia, Gran Bretaña y Alemania. En cuanto al primer país, su autor Wolf Lepenies se ocupa sobre todo de Augusto Comte y la fundación de la Sociología, en sentido paralelo al que antes he expuesto, continuando después con la pujante influencia del magisterio de Emilio Durkheim y, en definitiva, con la alta consideración en que era tenida en Francia la Sociología como ciencia del presente, que sirve para dar sentido a la sociedad.

Por lo que toca a Inglaterra, pone de relieve el papel fundamental de la crítica literaria y de la literatura como descripción de la sociedad y descubre los antecedentes de la polémica entre Leavis y Snow. Para él, la teoría de la crítica literaria aspiraba en aquel entonces a ser la disciplina orientadora de la vida intelectual y, en algunos casos al menos, se enfrentaba por esto con las ciencias sociales. Así, Sidney Webb en una carta dirigida en Diciembre de 1901 a H.G. Wells, que creía que la novela moderna era el único medio para discutir una gran parte de los problemas del desarrollo de la sociedad, le vaticinó que la clase dirigente del futuro no se compondría solamente de ingenieros y químicos, sino también de administradores adiestrados, expertos de la organización humana, cuya Economía y Sociología no sería menos científica que la Química y la Medicina.

En la polémica ya referida entre Leavis y Snow se da la paradoja de que el científico y el crítico literario se negaban recíprocamente la capacidad de comprensión de la revolución industrial y de las sociedades actuales, disputándose de este modo un privilegio de interpretación que la Sociología siempre había reivindicado para sí desde mediados del siglo XIX. Lo cierto es que en la contienda entre las dos culturas pasaba a segundo término una tercera, la de la intelectualidad sociológica, porque en realidad, no se trataba de una polémica entre las dos culturas clásicas, la literaria o tradicional y la científica, sino más bien de una defensa de la Literatura no tanto contra las ciencias naturales como contra la Sociología.

En Alemania, en cambio, el papel intelectual predominante correspondía en este período a la Historia, como lo demuestran los análisis que Lepenies hace de las aportaciones de Simmel y Max Weber entre otros. Por esta razón, la competencia entre la Sociología y la Hístoria se convirtió en el asunto clave del propósito de añadir la Sociología a la dicotomía entre cultura científica y cultura tradicional. Hans Freyer explica muy bien que lo que diferenciaba en conjunto a los defensores de las enseñanzas sociales dominantes en Francia e Inglaterra de los alemanes era el convencimiento de estos últimos de que la sociedad burguesa era solamente un fenómeno histórico, un estado transitorio cuyo análisis no podía en modo alguno servir de base a una historia natural de la convivencia humana< Ibidem, p. 250>. Por otro lado, en Alemania la Sociología pertenece al conjunto de las ideas modernas que Nietzsche ponía en la picota, mientras que George von Below sostenía firmemente que la Sociología como disciplina independiente era profundamente antialemana, una importación procedente de burdos naturalistas ingleses y finos racionalistas franceses, en fin, un engendro digno de una repulsa total .

Como recuerda Lepenies: «Max Weber, que tardíamente llegó a ser profesor de sociología, hasta el final de su vida vio en la denominación "sociología" una útil convención y, siempre que hablaba de nuestra ciencia, pensaba naturalmente en la economía. Y Georg Simmel se enojaba cuando alguien le llamaba sociólogo: él se consideraba a sí mismo filósofo. La sociología alemana fue acuñada por aquellos que en el sentido estricto de la palabra no eran sociólogos, y sin embargo siempre se recordará a Max Weber, Georg Simmel y Ferdinand Toennies como socióloqos.

El amplio y valioso análisis de Lepenies lo resume el mismo autor sin dejar espacio para demasiadas dudas. «Soy de la opinión, escribre en la "Advertencia Preliminar" de su obra, de que es posible designar a las ciencias sociales como una tercera cultura en la cual se oponen desde su nacimiento orientaciones científicas y literarias. Es significativo que tanto en el debate entre Snow y Leavis como en la discusión de precursores librada en el siglo XX entre Matthew Arnold y Thomas Henry Huxley la sociología desempeña un papel importante, si bien casi siempre pasado por alto".

La opinión expresada en el párrafo anterior es también la mía, a pesar de tener conocimiento de primera mano de otras distintas de grandes autoridades. Así, en la conmemoración del primer centenario de la British Academy, celebrada en Londres en 2003, se trató precisamente este tema y Lord Runciman, su presidente, que fue uno de los oradores, empezó describiendo el libro de Snow como «intelectualmente tosco, políticamente ingenuo, históricamente corto de visión y retóricamente inepto", oponiéndose frontal mente a la aceptación de las ciencias sociales como una tercera cultura. Para justificar su opinión intentó refutar tanto la que él denomina posición reduccionista externa, que sueña con una única ciencia física capaz de incluir todas las ciencias biológicas y humanas, como la de quienes «defienden la diferencia absoluta entre las ciencias humanas y sociales, que son subjetivas y las ciencias naturales que son objetivas y neutrales». Claramente, Runciman adopta el punto de vista de que existen dos cuerpos y una sola cultura o, lo que es lo mismo, que en la actualidad las ciencias y las humanidades son ambas científicas, genéricamente hablando. Sin embargo, me permito dudar de que la proposición inversa sea cierta, es decir, que la ciencia natural sea también humanista. Para que lo fuera, tendría que contener una serie de valores de los cuales carece por definición, puesto que, por muy grande que haya sido en ella el cambio, en la ciencia el hombre no es en absoluto la medida de todas las cosas.


En la última Asamblea General de ALLEA (AII European Academies), celebrada en Bruselas en Marzo de 2003 fui invitado a abrir la sesión dedicada a «Ciencias y Humanidades, ¿dos mundos diferentes?» y lo hice reiterando mi opinión coincidente con la de Lepenies transcrita antes, pero al mismo tiempo advertí de los serios problemas teóricos y prácticos que presenta el uso generalizado de la expresión Humanidades y Ciencias Sociales para designar a la que Snow llamaba sencillamente la cultura tradicional o literaria. Estimo que si bien la ciencia y las humanidades constituyen dos campos de conocimiento nítidamente separados, las Ciencias Sociales tal y como actualmente se deben de entender, no solamente son útiles para conectarlos y para el estudio de ambas y de su contexto cultural, sino que poseen un contenido propio en el que a menudo se mezclan conocimientos de naturaleza científica, caracterizados sobre todo por el rigor metodológico que conduce a ellos, y otros que son puramente humanísticos en el sentido de ser especulativos, intuitivos, o imposibles de contrastar. Hay dentro de las Ciencias Sociales enfoques que son tan, o casi tan, rigurosos como los de las ciencias naturales y otros que bordean, si es que no caen en, la fantasía o todavía peor en el prejuicio. Lo que sucede es que el crédito y el prestigio social de ambos tipos de saberes, los humanísticos y los científicos sociales no son los mismos y que los que tienen menos procuran aprovecharse parasitariamente de los que les son ajenos.

En resumen y con esto concluyo, para Snow solamente existen dos culturas, la humanística o tradicional y la científica o moderna; para Runciman una cultura y dos cuerpos y para los que argumentamos a favor del reconocimiento adecuado de las ciencias sociales o tres culturas o una cultura y tres cuerpos.


Nada más y muchas gracias

Madrid, enero 2005